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La Autopista del Sur

Hacía tres días que los había adoptado. Cada febrero, recuerda, una pareja de golondrinas se instalaba en la misma rama. El viejo árbol de todos los años adorna la calle que desemboca en una de las avenidas más importantes de Naucalpan. El martes se dio cuenta de que la mamá pájaro traía comida para la cría que empezaba a romper el cascarón. A su lado, sigue su hermano dormido dentro del huevo que lo protege de las últimas ráfagas del invierno.

Oliverio Pérez Villegas

Las mañanas de esta semana, al otro lado de la ventana de su cocina, fueron distintas por la compañía emplumada. Las dos golondrinas se posaban en el árbol frente a ella mientras daba sorbitos a su taza de café. Se les quedaba viendo mientras llegaba la hora de ir a trabajar. A las nueve y media en punto salía de su casa.

Por las tardes, mientras calentaba la comida de sus hijos y alistaba la mesa, les echaba un ojo para ver cómo iban los pequeños pájaros. Justo el miércoles pensó en la comodidad del primogénito: echado bajo el abrazo del sol y recargado en el cascarón de su hermano, se le iban los minutos. Volaría si pudiera.

Así transcurrió la semana detrás de la ventana. De vez en cuando el ladrido de los perros o el ruido de las cosas al caer la arrancaban de su sueño despierto. A veces se paraba un camión de reparto y si había un buen ángulo con una iluminación amable, sacaba su teléfono y le tomaba una foto: su esposo le había encargado fotos “mamalonas” para postearlas en Facebook.

Llegaban tortons, rabones y muy rara vez un quinta rueda. No le gustaba andar cazando a los camiones, pero le entusiasmaba que su esposo le contara sobre la foto del día. Cuando ella veía publicada una imagen suya, también se emocionaba y pensaba en las coincidencias del Internet: los operadores que compartían la misma imagen de pronto se podían ver si se aparcaban frente a la ventana indiscreta.

Llegó el viernes y sus hombros estaban atorados. El trajín de los días le había amarrado un nudo en la nuca y lo único que quería era acostarse a ver la tele mientras el sueño le robaba la vista. Fue a la cocina a preparar un par de sandwichs para sus hijos. Se asomó a la ventana y por primera vez vio el pico del hermano menor. Las luces de la calle dejaban ver la falta de plumas y esa piel gris como de rata con que nacen los pájaros. El instante la conmovió, pues, además, su hermano no estaba. Había volado.

“A éste le tocó nacer solo”, pensó. Los papás no estaban. Justo cuando untaba la mayonesa en la segunda tapa escuchó el ruido de la muerte. Un crujido a un lado de su oído la inundó. El instinto le hizo voltear la cabeza y vio la caja roja que acababa de arrancar la rama más alta del árbol, su árbol. Era un mudancero que se pegó tanto a la banqueta que dejó manco al árbol.

Apenas reaccionó pudo reparar en su rama. Volteó a ver y no encontró el nido. Se llevó las manos a la boca y dejó de pensar: tomó las llaves, bajó la escalera y salió en busca de sus amigos alados. Ya no estaban. La maniobra fue tan precisa que catapultó al único habitante hacia la acera de enfrente. No resistió. La noche habría de abrazarlo con sus aires fríos y congelar sus alas para siempre.

Ella se quedó con el nido en las manos y recordó las carreteras de su infancia: pensó en todas las mariposas que se habían impactado contra la parrilla de un camión; imaginó a un cordero atravesando un camino lejano y no alcanzó a entender que quizá la rama de su árbol, los insectos pegados y las decenas de animales que atraviesan los caminos sin llegar a su destino son los gajes de este oficio, de seguir navegando en esta remota Autopista del Sur.

TyT