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La Autopista del Sur

Hay una película llamada Las curvas de la vida, aunque su nombre original, en inglés, debiera ser traducido como “Problemas con la Curva” (Trouble with the Curve). Las referencias son al Rey de los Deportes. Sí, es una película sobre beisbol, pero ahora la retomamos porque, en efecto, la enseñanza es superior: el cambio generacional, la sabiduría, la relación entre un padre y su hijo. La enseñanza. La moraleja. Hasta ahí el guiño al Séptimo Arte.

Oliverio Pérez Villegas

De vuelta al Estado de México. Los soles de mayo, inclementes, nunca dan tregua. Las carreteras en el centro del país bien podrían cocinar un huevo, un tocino o un filete de res recién cortado. Ésa es la imagen en la cabeza de este operador, que no desayunó y seguro por eso sus referencias de comal. Hace hambre.

Su tracto va lleno de galletas y la ruta que ha de seguir está lejos de ser la más larga o acaso la más cansada. Casi de rutina, se podría decir. “Ya nomás que llegue, paso a comer como Dios manda”. Mientras, la Coca-Cola y sus cigarros siguen siendo la mejor compañía en sus viajes. Claro, además de la música.

El camión va tomando ritmo y con cada kilómetro devorado, las gotas de sudor van apareciendo: primero en su frente, luego en sus manos y, al final, le van mojando la camisa. Su eterno trapo rojo va siendo insuficiente en el quinto mes del año. Se le acabó el refresco y enciende otro cigarrillo. De tanto calor, aquel monstruo cargado se siente más pesado.

El inmenso Estado de México, sobre todo por esos rumbos tupidos de árboles tan grandes, tiene caminos más bien angostos y sería un eufemismo decir que están bien delimitados. Las franjas se diluyen entre el gris que ya no es blanco y el color un poco más oscuro que aplana lo que antes fueron baches.

Pasando Ixtlahuaca, por la zona de San Pedro y Concepción de los Baños, aquellas tierras arrasadas, pasa el tracto más aprisa que despacio. Habrá sido el calor, el hambre, un descuido, el propio camino. Tal vez tenía una cita con esa curva. Tal vez no.

La agarró demasiado rápido y muy centrado. No midió, pues. La inercia hizo su trabajo. Reclamó lo suyo. Igual que la fortuna, pues ni un alma pasaba por ahí en ese momento. Saldo blanco. Incluso el operador, que resultó ileso. El puro susto. El miedo por lo que pudo pasar y el tracto, la mercancía, los daños. Todo fue tan rápido que ni tiempo le dio de reparar en nada. Blanco. Negro. Hasta que una voz cansada, próxima, le pregunta que si está bien.

Apenas le ayudaron a salir de la cabina logró ver la sopa de cajas revueltas por todos lados. Imaginó la rapiña. Todavía pudo llamar a un colega para que trajera su tráiler vacío y pudiera apoyarlo para terminar el viaje. “Ojalá no se tarde y alcancemos a rescatar algo”, pensó. Efectivamente, los pobladores no se hicieron esperar. “Ya bailó”.

“No, compa. Aquí la gente es de ley. Nomás vienen a ayudar, ya verá”, le dijo aquel señor ensombrerado que minutos atrás le dio la mano para salir del camión.

Y así fue. No exagera quien relata estos hechos, ni aclara si se refiere a una orquesta, una parada de pits o a un equipo de nado sincronizado. Su experiencia en estos menesteres hacía que la gente nomás tomara su caja y la acomodara al filo de la carretera. Ni una sola hizo falta. Y no solo eso. Veinte minutos después, cuando llegó el refuerzo, la cadena humana hizo lo que pocas veces se ve: cargó la segunda caja en estibas perfectas y tan rápido como lo harían decenas de brazos.

No es que nunca haya pasado eso, sino que el común denominador es el otro. Ambos operadores, el que se volteó y el que llegó al rescate, no daban crédito y no tuvieron más que sumarse a la hilera de personas generosas, respetuosas y solidarias. La sonrisa los delataba: la sorpresa, el agradecimiento y el gusto de saber que todavía queda mucha gente así. Con esa misma sonrisa retomaron sus caminos sobre esta remota Autopista del Sur.

TyT